lunes, 30 de marzo de 2015

Por "veredas de vacas" a la cima de la santidad

Nuestro camino hacia la santidad: tomar la cruz de cada día por amor al que la llevó primero, Cristo, nuestro hermano mayor. Jesús nos dice: “Quien quiera salvar su vida, la perderá. Más quien perdiere su vida por amor a mí, la encontrará” (Mat 16,25). Alguien me comentó días pasados que deseaba también “amar perfectamente”. La meta es alta, muy alta: “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mí mismo”. En el libro ‘La santidad de la vida diaria’ encontramos referencias a las vidas de muchos santos. 
En una de sus páginas cuenta que un día le preguntaron al mallorquín Raimundo Lulio (Ramón Llull, 1232-1315): “¿A quién perteneces? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?”  (Vivió parte de su vida en una cueva en la montaña llevando una vida contemplativa). La contestación fue: “Pertenezco al amor; procedo del amor, y el amor es quien me ha traído aquí.”

En nuestra vida diaria pudiera parecer que tan alta meta es imposible de alcanzar. El Padre Kentenich, familiarizado con las costumbres de las gentes de la montaña (visitó varias veces el sur de Alemania y Suiza), decía “que el santo de la vida diaria no se acobarda por ello. Tal vez prefiera, con sentido realista de la vida, seguir las “veredas de vacas” en la vida espiritual, es decir, hacer como hacen las vacas para ganar la cumbre de una montaña. No corren derechas a la cumbre, sino que van despacio y con paso firme por las seguras veredas que bordean el monte. Lo cual no quiere decir que renuncie a sus fines elevados ni al calor, impulso y energía en la aplicación de los medios que conducen a este fin. En todas las cosas tiende a su fin último y supremo, según sus fuerzas y según la gracia recibida. Por eso no se contenta con entender el sentido de la cruz de un modo vago y general, sino que procura penetrar hasta su sentido más hondo.”

El Padre Kentenich nos anima a los cristianos de hoy a ser valientes, y a que nos pongamos en camino – una vez y otra – para alcanzar la cima del amor perfecto.  Y para ello nos recuerda el ejemplo de los apóstoles.  Al principio ellos, como tantas veces nosotros, no estaban capacitados para comprender tales heroicidades. Recordemos el primer anuncio de la Pasión hecho por Jesús a sus discípulos y la reacción de éstos: “¡Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá!”, dijo Pedro. Más tarde siguió Jesús con su catequesis, por ejemplo con aquello del grano de trigo que cae en la tierra, y si muere trae fruto; ellos seguían sin entender. Les lavó los pies, comió con ellos, subió a la cruz y se entregó totalmente a la voluntad del Padre. Todavía seguían con miedos. El día de Pentecostés con la venida del Espíritu Santo entendieron por fin de lo que se trataba.

Todos ellos aceptarán entonces la cruz de Cristo y afirmarán con Pablo: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” y “Lejos de mí gloriarme sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gál 6,14).

En nuestro lento caminar por el sendero sinuoso de nuestra vida, no perdemos de vista la cima del monte, y no nos desesperamos si la misma nos parece aún muy distante. Recordamos entonces a los Apóstoles que aún teniendo a su lado a Jesús, tardaron bastante en llegar con Él hasta el final. Recordemos las veredas y senderos de las montañas e imploremos para nosotros también la venida del Espíritu Santo.


   

lunes, 23 de marzo de 2015

Inscriptio cordis in cor

Uno de mis lectores ha escrito una observación en la última entrada que agradezco, y que me sugiere una reflexión al respecto. En la oración de la mañana los schoenstattianos rezamos entre otras estrofas, la siguiente: “Padre, hágase en cada instante lo que para nosotros tienes previsto. Guíanos según tus sabios planes, y se cumplirá nuestro único anhelo.” Al decir esto, el que lo reza, sabe que también está pidiendo la cruz, si está en los planes del Padre Dios.

El Padre Kentenich tuvo que cargar en su vida con muchas y pesadas cruces. En el libro del Padre Boll viene también algún comentario al respecto: a principios de los años cuarenta, cuando el poder nazi se fijó en el Padre Kentenich y en el movimiento por él fundado, para aniquilarlos por ser ‘enemigos’ del régimen, el Fundador se preparó y preparó a todos los suyos para cargar con la cruz que se les venía encima. En este tiempo tomó una expresión de San Agustín como estandarte de esa preparación y como actitud en el camino de santidad: “Inscriptio cordis in cor”, lo que significa que el corazón de una persona queda grabado en el corazón de la otra. Con ello se apunta a la especial disponibilidad para aceptar la cruz y el dolor, e incluso pedirlo – pero justo en la medida y en la forma que los planes de Dios tienen previsto para mi vida.

Claro está, que esta disponibilidad de 'Inscriptio' solamente es posible a partir de un profundo y cálido amor a Dios. Boll escribe que esta actitud presupone múltiples experiencias del cuidado amoroso de Dios por mí, y que lleva finalmente a la confianza ilimitada de que “Dios me ama y sólo quiere lo mejor para mí. Él me conoce mejor que yo mismo y sabe lo que necesito. Él no quiere hacerme mal con la cruz y el dolor, sino que desea que avance en mi camino hacia Él.”

Desde el punto de vista psicológico se trata de un proceso de transformación, que presenta la aversión natural de la persona en cuanto al dolor y su miedo al sufrimiento en una perspectiva distinta: soportado por la convicción profunda de una continua seguridad en las manos de Dios, sabe que el sufrimiento puede tener otro sentido más importante: no lo entiende como “castigo”, sino que lo considera una prueba para fortalecer o purificar su fe. El que así actúa, se verá liberado poco a poco de la preocupación y del miedo, pudiendo crecer en la verdadera libertad de los hijos de Dios. Entonces la “escuela del sufrimiento” se volverá una “escuela de amor”. Así se puede resumir el pensamiento del Padre Kentenich sobre el dolor y la cruz; y esto fue lo que llevó a la práctica en la conducción de las almas a él confiadas.

En el libro “La santificación de la vida diaria” encontramos dos pequeñas oraciones de dos santos llamados Ignacio, San Ignacio mártir y San Ignacio de Loyola. Ambos aspiraban ardientemente a convertir en realidad el intercambio de bienes e intereses entre ellos mismos y Cristo crucificado, aspiraban a una íntima ‘Inscriptio cordis in cor’. Ignacio mártir decía: “Comienzo a ser discípulo de Cristo ahora que me he desligado de las cosas visibles, para hallar a Cristo. Vengan sobre mí el fuego, la cruz, las fieras, el crujir de los huesos, el desgarrarse de los miembros, el triturarse mi cuerpo, y todos los tormentos de Satanás; pero sea yo partícipe de Cristo.”
Es verdad que no estamos – por ahora – frente al martirio, pero vivimos en el misterio de la cruz, y por ello nos unimos a Ignacio de Loyola en aquella bella oración que muchos de nosotros conocen y que el santo de Loyola presenta al final de sus Ejercicios Espirituales como expresión de esa actitud de ‘Inscriptio’“Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me los disteis, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.”

En el libro antes citado podemos leer también (pág. 188): “Para el santo de la vida diaria, en su madurez espiritual, la cruz es fuego llameante de caridad. Un fuego que enciende un intenso amor divino y que se nutre sin cesar de la correspondencia de un amor humano. El sufrimiento regala amor ferviente, y recibe en cambio amor recíproco de corazón como regalo del amor eterno que quiere hacer del alma una imagen del Unigénito de Dios.”


lunes, 16 de marzo de 2015

“¡Toma tu cruz, y sígueme!”

El Padre Boll sigue comentando en las páginas de su libro algunos de los aspectos que caracterizan al “santo de la vida diaria” o a quien desea serlo. Como prólogo de este capítulo nos dice: “Otro aspecto central de la santidad de la vida diaria es la forma de relacionarse con las experiencias doloras. Enfermedades graves o golpes del destino, la pérdida de un ser querido o la experiencia de las propias limitaciones personales nos plantean a cada uno de nosotros la pregunta del porqué y para qué. Una contestación general válida no existe. Como cristianos nos orientamos por el ejemplo de Jesús. Sabemos que la realidad de la cruz y el dolor es parte integrante e ineludible de nuestra vida. ……. Si buscamos el sentido del dolor, nuestra fe nos abrirá nuevas dimensiones que traspasan lo puramente doloroso o peligroso. Para poder captarlas verdaderamente, necesitamos previamente haber hecho la experiencia de sabernos incondicionalmente amados. Quien sabe de su propia grandeza como hijo de Dios, puede aceptar su pequeñez con auténtica humildad y presentarla al Buen Padre Dios.”

El dolor y el sufrimiento son y seguirán siendo un misterio para nosotros, algo inaccesible a nuestro entender y difícil de explicar. Y a pesar de ello sabemos que ambos desempeñan un papel predominante en la vida humana. Nosotros, por otra parte, como seres humanos temblamos normalmente ante la cruz y el dolor; no quisiéramos tener nada que ver con ellos.

El Padre Kentenich en una de sus homilías en Milwaukee se preguntaba: “¿Cómo podemos justificar a un Dios que es amor ante tanto dolor y cruz en el mundo? ¿De dónde viene tanto dolor? …….. ¿Podría explicarlo la pura razón natural? En cierto sentido, sí; pero no explica mucho. ¿Podría hacerlo la razón iluminada por la fe? Esta explica algo más, pero no todo. En último término, el enigma, el misterio de la cruz, sólo va a ser revelado en la visión beatífica, cuando contemplemos a Dios cara a cara.”

Para hacer frente al sufrimiento necesitamos una seria actitud de fe en nuestra vida. Sabemos, porque así lo hemos aprendido, que el origen del dolor está en el pecado original: “Cruz, dolor y, en último término, la muerte – la muerte dolorosa, como la que todos debemos experimentar – son consecuencias del pecado original. Si no existiera el pecado original, si no hubieran pecado Adán y Eva, el hombre estaría libre de cruz y de dolor y no necesitaría morir. La fe me lo dice. Pero, (dice el Padre Kentenich) repito que aquel que razona con tranquilidad percibe que se explica un misterio con otro misterio. …. Mis queridos fieles, no olvidemos esto: si la escuela del dolor no es una escuela de la fe, jamás lograremos solucionar la realidad de la cruz y del dolor en la vida.

El santo de la vida diaria medita en su itinerario de fe aquellas palabras de Jesús: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán … No está el discípulo sobre el Maestro, ni el siervo sobre su amo; bástale al discípulo ser como su maestro y al siervo como su señor” (Mat 10, 24 sig.). Para el que aspira a seguir a Jesús, el misterio del dolor se hace un “mysterium crucis”. En este valle de lágrimas quiere estar  crucificado en la cruz de Cristo de forma paciente, voluntaria y alegre, porque desea vivir en una íntima vinculación con Jesucristo, que cargó con su cruz y murió por amor a los hombres. Con Jesús podrá decir: “Hágase tu voluntad”, y también  “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya”.  

El Padre Kentenich nos invita a plantearnos así el sentido de nuestra vida: “¿Cuál es, entonces, el sentido de mi vida? Un misterioso grado de participación de la gloria de Cristo en toda la eternidad. ¿Y qué supone esto? ¿No tuvo que sufrir Cristo para entrar en su gloria? (Lc 24,26). Por lo tanto, el sentido de mi vida es también un misterioso grado de participación de la vida de dolor y de la muerte de Cristo aquí en la tierra.” Por eso, aquello que otros temen y evitan, el cristiano que aspira a la santidad de la vida diaria, sabiéndose también hijo amado del Padre, lo acepta, lo ama y lo busca como medio excelente de expiación y de purificación, y está convencido de que la escuela del sufrimiento es también una escuela de amor.

Para ser discípulos aplicados en esta escuela podríamos tomar de vez en cuando en nuestra mano una cruz con Cristo crucificado y recordar lo que le dijo una vez el fundador de los Oblatos a un hermano de su comunidad en el momento que le daba el crucifijo de profeso: “En el reverso de la cruz debéis crucificaros a vos mismo. Un futuro misionero pertenece a la cruz.” La cruz pertenece también a todos nosotros.


lunes, 9 de marzo de 2015

Amor (orgánico) a lo creado - la vinculación a las cosas

Las explicaciones del Padre Boll sobre los distintos pilares que dan sustento y forma a la santidad de la vida diaria se detienen hoy en la “vinculación a las cosas”. Dios llega a nuestro encuentro no solo a través de las personas que hacen el camino con nosotros, sino también a través de todo lo creado y a través de nuestra relación con la creación. Es aquí adonde nuestro trabajo, nuestro quehacer diario, tiene también un papel importante en el camino de nuestra santidad. Entiendo que por este motivo Boll titula su reflexión con la frase: “!Hacer lo ordinario extraordinariamente bien!”

Esta visión parcial del tema me anima a recoger algunos pensamientos del Padre Kentenich utilizando otras fuentes de consulta. Tengo en mi mesa el texto de una prédica suya del 20 de enero de 1963 en la iglesia de san Miguel de Milwuakee. El Padre habla así sobre el sentido de las creaturas: “¿Qué sentido tienen las creaturas? Ellas son, en primer lugar, una dádiva del amor de Dios para nosotros. Y, en segundo lugar, quieren ayudarnos a responder a ese amor de Dios con nuestro propio amor profundamente sentido. Usamos de las creaturas, cualquiera que ellas sean – comida, bebida, medios técnicos – para aprender a amar a Dios más íntimamente o, según las circunstancias, movidos por el mismo motivo, renunciar a ellas. …. Repito la pregunta: ¿qué sentido tienen las cosas creadas? Ya sabemos la respuesta: son una expresión del amor, de la sabiduría y del poder divinos y quieren ser peldaños, ayuda, camino para unirnos con el corazón de Dios en nuestros quehaceres diarios.”

El Padre Kentenich está convencido de que Dios nos quiere estimular para que siempre de nuevo, a través de las creaturas, podamos encontrar el camino hacia Él, podamos ensalzarlo y retribuirle su amor con nuestro amor. “Ahora, le preguntamos a san Pablo, nuestro gran maestro: ¿Cuál es la palabra mágica? Ya la conocemos muy bien, aunque no siempre seamos capaces de repetirla exactamente y formularla. ¿Cuál es la palabra? Esa palabra se llama amor, amor a Dios. Escuchemos a San Pablo: ‘Todas las cosas redundan en bien de aquéllos que aman a Dios’ (Rom 8,28). Todas las cosas sin excepción. Comer, beber, los medios técnicos, las estrellas, todo, absolutamente todo. Piensen en lo que quieran. …….”

Uno de los compañeros del Padre Boll de la primera hora, nuestro querido y recordado Padre Horacio Sosa, padre de Schoenstatt argentino, nos hablaba así de la función fundamental que deben tener las cosas para nosotros: “Las ‘cosas’ participan de una doble función, que se inscribe dentro de la dimensión mediadora de todo lo creado: “vinculan a sí mismas” y “conducen hacia arriba”. Es decir, una “vinculación” y un “traspaso” a los que el Padre Kentenich les agregaba siempre la calificación de “orgánicos”, lo cual corresponde a una de sus inquietudes sicológico-pedagógicas más centrales. ….. Orgánico significa aquí que el vínculo establecido – que es un vínculo de amor – se vive como amor a la “cosa” y al Creador de la misma en un mismo acto de amor. Por eso, no sólo es un amar a la creatura y al Creador en el mismo acto sino, también y precisamente, un amar, “a través” de lo que no es Dios, a Dios mismo.”

“Lo orgánico en el amor” es el núcleo de la inquietud que caracterizaba el pensar del Padre Kentenich y lo que le dio una impronta a toda su espiritualidad y pedagogía. He de confesar a mis lectores que el día en que personalmente capté lo que significa “lo orgánico en el amor” cambió totalmente mi vida. Un mundo nuevo se abrió ante mis ojos y mi espíritu, mundo éste en el que intento vivir cada día de nuevo.

Me viene siempre a la memoria aquella historia que el Padre Kentenich contó a sus oyentes en otra prédica de Milwaukee. Pido disculpas a mis lectores por lo largo de mi reflexión hoy, pero quisiera que se entendiera bien lo escrito anteriormente. 

La historia a la que me refiero, se puede encontrar en diversas fuentes; yo utilizo aquí lo que el Padre Horacio Sosa nos contaba: Se trata de lo sucedido entre León Bloy (quien tenía ya 43 años) y Jeanne Molbech, chica danesa, a quien “el francés amaba apasionadamente”. El Padre Kentenich comenta que la joven “tenía un poco de miedo, porque el amor era muy profundo, muy fuerte”, y ella le escribe: “Yo también te amo, pero amo al buen Dios mucho más que a ti”. El P. Kentenich hace notar que en ella se da el típico miedo de que el amor humano no llegue a desembocar adecuadamente en amor divino. Y entonces comenta la carta de León Bloy en respuesta a este cuestionamiento, donde se nota que éste expresa exactamente la mentalidad del P. Kentenich quien, al reproducir oralmente la carta, la parafrasea acentuando lo que él quiere hacer notar:

“No entiendo. Lo que tú escribes no lo puedo entender en absoluto. Para mí el amor nunca está separado. Para mí el amor –a ti y a Dios– es siempre una unidad absolutamente compacta”.

Y antes de decir lo que sigue, advierte el P. Kentenich: “lo digo despacio a propósito”. Y después continúa:

“Yo te amo a ti en Dios, yo te amo a ti a través de Dios, o yo amo a Dios a través de ti…”. “Yo te amo a ti perfectamente, y amo a Dios perfectamente…”.

En este lugar, el P. Kentenich agrega algo -¡que es muy sintomático y elocuente!- a lo que dice León Bloy en su carta: “Yo te amo perfectamente en Dios”, lo que el P. Kentenich reproduce diciendo: “Yo amo en ti perfectamente a Dios, y amando perfectamente a Dios yo te amo a ti”, que a primera vista pareciera simplemente decir lo mismo, pero sin embargo acentúa que es “a través” de ella que él ama a Dios. Y concluye León Bloy diciendo:

“Esta separación entre amor divino y humano me es absolutamente ‘incomprensible….’, amemos simplemente …, el Buen Dios no nos ha creado de la nada para que nos atormentemos y torturemos mutuamente, … ¡no tengamos miedo al amor!, ¡Él nos ha creado, para que a través del amor –amor mutuo sincero- le glorifiquemos!”


Con este ejemplo queda muy claro cómo el pensar orgánico ve la relación de los dos amores, que no sólo son inseparables sino que se condicionan mutuamente. El amor orgánico no separa sino que integra el amor a la creatura como “mediación”, como “medio” de llegar al Creador y de experimentar que su amor llega a la creatura. El Padre Kentenich lo decía así a sus oyentes de Milwaukee: “Ustedes tienen aquí un ejemplo de cómo el amor humano es condición, más aún, es coronación de un profundo amor a Dios; de lo que significa la fusión de dos amores en uno solo: del amor a Dios y del amor al prójimo. Si es que falta el amor humano, ¡qué difícil se hace poder sentir un verdadero amor a Dios, un profundo, tierno y sincero amor a Dios! Todavía eso es posible, pero ¡cuán tremendamente difícil se hace el amor divino sin el amor humano!”.

lunes, 2 de marzo de 2015

Crecer en el amor a Dios - Intimidad con Cristo

Después de habernos mostrado un amplio resumen de la santidad a la que nos invita el Padre Kentenich, Fundador de Schoenstatt, en el libro “La santificación de la vida diaria”, el Padre Boll se fija en el primero de los tres pilares que conforman este camino del “santo de la vida diaria”: la vinculación a Dios. Y lo hace de forma muy escueta, invitándonos a que cada uno descubra a su manera la riqueza de lo que se nos propone.

El que aspira hoy a la santidad no se puede contentar con una vinculación normal a Dios, sino que la misma debe ser profunda y de un alto grado. En el fundamento de esta aspiración está el deseo de la persona de amar a Dios, no solo cumpliendo lo que Él manda, sino preguntándose siempre de nuevo por lo que Dios desea. En este contexto el Padre Kentenich recuerda al encuentro de Jesús con el joven rico. En primer lugar, Jesús, ante la pregunta del joven, le muestra lo que debe de hacer para entrar en el Reino de los cielos: cumplir los mandamientos. Ante la contestación del joven, de que todo eso ya lo cumplía, Jesús le indica el camino de la perfección, “vender lo que tiene y seguirle”. Dice el Evangelio que el joven se retiró de la escena con tristeza.

El Padre Kentenich nos muestra el camino: en primer lugar, cumplir con los mandamientos de Dios, y después seguir en libertad y por propia decisión los deseos de Dios. Estar abiertos a sus deseos y crecer en un amor cada vez más heroico y magnánimo al Dios que nos creó y que nos regala y solicita con su amor. Porque Él nos amó primero. “Mirad cuánto nos ama el Padre, que se nos llama hijos de Dios, y lo somos.” (1 Jn 3,1). Es un amor mutuo, de padre y de hijos, que quiere hacernos exclamar de corazón cada día: “Abba, Padre”. Fue Jesús de Nazaret quien nos mostró al Padre en esa nueva dimensión, y que también nos dijo “Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6), “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

Ya antes de la primera edición alemana del libro citado arriba, el Padre Kentenich hablaba de la vinculación afectiva a Dios que debiera cultivar el santo de la vida diaria. Fue en un retiro a la comunidad de las Hermanas de María de Schoenstatt en marzo de 1933: “Podríamos preguntarnos si la vinculación afectiva a Dios no debería ser al mismo tiempo una vinculación a Cristo y, paralelamente, si la intimidad con Dios no debiera traducirse asimismo en una intimidad con Cristo. Esta intimidad con Cristo acompaña al santo de la vida diaria en todos sus senderos, en todos los planos de la vida espiritual. ……. Cristo está en el centro de sus pensamientos. El Dios hecho hombre es el gran pensamiento del santo de la vida diaria. ……. Si Cristo es el eje de nuestros pensamientos, tiene que ser también el centro de nuestro corazón. Que toda nuestra capacidad de amar esté ligada a Él. …… Y Cristo es finalmente el eje de nuestra vida. Vamos caminando juntos, tomados de la mano. Él es el punto central de nuestra vida. Incluso cuando contemplemos a María Santísima como reflejo de la vida de Cristo, lo haremos sabiendo que ella es, por último, personificación femenina del Señor”.

En estos pensamientos queda trazado el panorama de lo que es el amor a Cristo, la vinculación a Cristo y la intimidad con Cristo que debe cultivar el santo de la vida diaria. Una vinculación afectiva a Dios.