Nuestro camino hacia la santidad: tomar la cruz de cada día
por amor al que la llevó primero, Cristo,
nuestro hermano mayor. Jesús nos dice: “Quien quiera salvar su vida, la
perderá. Más quien perdiere su vida por amor a mí, la encontrará” (Mat 16,25).
Alguien me comentó días pasados que deseaba también “amar perfectamente”. La
meta es alta, muy alta: “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a
mí mismo”. En el libro ‘La santidad de la vida diaria’ encontramos referencias
a las vidas de muchos santos.
En una de sus páginas cuenta que un día le
preguntaron al mallorquín Raimundo Lulio
(Ramón Llull, 1232-1315): “¿A quién
perteneces? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?”
(Vivió parte de su vida en una cueva en la montaña llevando una vida
contemplativa). La contestación fue:
“Pertenezco al amor; procedo del amor, y el amor es quien me ha traído aquí.”
En nuestra vida diaria pudiera parecer que tan alta meta es
imposible de alcanzar. El Padre
Kentenich, familiarizado con las costumbres de las gentes de la montaña
(visitó varias veces el sur de Alemania y Suiza), decía “que el santo de la
vida diaria no se acobarda por ello. Tal vez prefiera, con sentido realista de
la vida, seguir las “veredas de vacas” en la vida espiritual, es decir, hacer
como hacen las vacas para ganar la cumbre de una montaña. No corren derechas a
la cumbre, sino que van despacio y con paso firme por las seguras veredas que
bordean el monte. Lo cual no quiere decir que renuncie a sus fines elevados ni
al calor, impulso y energía en la aplicación de los medios que conducen a este
fin. En todas las cosas tiende a su fin último y supremo, según sus fuerzas y
según la gracia recibida. Por eso no se contenta con entender el sentido de la
cruz de un modo vago y general, sino que procura penetrar hasta su sentido más
hondo.”
El Padre Kentenich
nos anima a los cristianos de hoy a ser valientes, y a que nos pongamos en
camino – una vez y otra – para alcanzar la cima del amor perfecto. Y para ello nos recuerda el ejemplo de los
apóstoles. Al principio ellos, como
tantas veces nosotros, no estaban capacitados para comprender tales
heroicidades. Recordemos el primer anuncio de la Pasión hecho por Jesús a sus
discípulos y la reacción de éstos: “¡Dios
no lo permita, Señor, eso no sucederá!”, dijo Pedro. Más tarde siguió Jesús con su catequesis, por ejemplo
con aquello del grano de trigo que cae en la tierra, y si muere trae fruto;
ellos seguían sin entender. Les lavó los pies, comió con ellos, subió a la cruz
y se entregó totalmente a la voluntad del Padre. Todavía seguían con miedos. El
día de Pentecostés con la venida del Espíritu Santo entendieron por fin de lo
que se trataba.
Todos ellos aceptarán entonces la cruz de Cristo y afirmarán con Pablo:
“Nosotros predicamos a Cristo
crucificado” y “Lejos de mí gloriarme
sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está
crucificado para mí y yo para el mundo” (Gál 6,14).
En nuestro lento caminar por el sendero sinuoso de nuestra
vida, no perdemos de vista la cima del monte, y no nos desesperamos si la misma
nos parece aún muy distante. Recordamos entonces a los Apóstoles que aún teniendo
a su lado a Jesús, tardaron bastante
en llegar con Él hasta el final. Recordemos las veredas y senderos de las
montañas e imploremos para nosotros también la venida del Espíritu Santo.